Policias y Piratas


Éste escrito es ficción y como tal debe tomarse. Pero, no es posible negar que se basa en acontecimientos que se están desarrollando actualmente en varios países. Tampoco se puede negar que, con base en estos acontecimientos, sea posible un futuro como el que se escribe en el cuento. Y este cuento está escrito precisamente para evitar tal futuro.

En la misma lógica, tú, amigo lector y creador, puedes copiar, distribuir y ejecutar pública o privadamente esta obra. También puedes hacer derivadas. Todo esto siempre y cuando menciones que el autor original es Luis Alejandro Bernal Romero, también conocido como Aztlek y que pongas en lugar visible el enlace al escrito original https://aztlek.org/2011/05/26/policias-y-piratas/

Llovía y el agua se filtraba en el callejón oscuro como tratando de impedir que yo llegara. Me había puesto ropa de colores neutros y oscuros, también la capucha sobre la cabeza que ensombrecía el rostro para que no fuera fácilmente reconocible, zapatos deportivos por si en un allanamiento inesperado tocaba salir a correr para esconderse de los Camisas Negras. Caminaba de sombra en sombra para ser lo menos visible. Antes me había ocultado entre la multitud pero no pude dejar de mirar nervioso antes de sumergirme en la oscuridad del callejón. Yo sabía que eso era un cliché de las películas, pero no podía evitarlo. Y es que si me atrapaban me daban al menos veinte años de cárcel, junto a asesinos y violadores de niños.

¿Me delito, mi acción ilegal? Pues es largo de explicar, tal vez con un poco de historia el lector pueda comprender y no juzgarme.

Desde pequeño comencé a ser un ávido lector, tal vez por el ejemplo de mi padre, que se la pasaba varias horas leyendo. Lo primero que leí fueron los libros de la biblioteca familiar, principalmente obras de literatura que tanto le gustaban a papá. Con el tiempo, el poder adquisitivo de mi padre para comprar libros fue superado por mi capacidad de lectura. Entonces comencé a leer esos libros complicados, los de filosofía. Si, me costaron trabajo, pero después ya los entendía. Al mismo tiempo pedí a mi madre que en vez de darme los alimentos para la escuela me diera dinero para comprar. Claro, yo no lo gastaba en la cafetería de la escuela, lo ahorraba. Y cuando tenía los suficiente me iba a la librería que quedaba a dos cuadras del colegio. Con el dinero que dan a un escolar pues sólo alcanza para libros de Ciencia Ficción y filosofía, los más baratos, los cuales de todos modos eran mis favoritos.

Los demás libros, los leí en la biblioteca, primero la del colegio y cuando la agoté, una enorme biblioteca pública que quedaba cerca del colegio. Me hacía un sándwich y me iba a pasar la tarde entre historias de exploradores espaciales, diálogos de filósofos y teorías científicas explicadas amablemente por el «Buen Doctor», Asimov.

Entre los libros que leí estaba Fahrenheit 451 de Bradbury, que trata sobre un futuro distópico en el que los libros están prohibidos y sólo se pueden leer clandestinamente. A mi me parecía terrible.

—¿Cómo podían prohibir los libros? Menos mal ese es un futuro que no creo que ocurra — decía intentando tranquilizarme, después de notar como mi corazón se aceleraba.

Definitivamente siempre he sido un inocente.

Pero no sólo entre libros pasaba mi tiempo libre, también veía la televisión. Claro, esto me llevó al cine, y conocí los cineclubes. Un lugar donde no solamente se podía ver buen cine, sino que además se hablaba de ello. Y todo por un precio inferior al de cine comercial. Conocí gente interesante que me recomendaban películas y también libros. Los baratos los compraba y los caros o los que no se podía conseguir pues a la biblioteca.

Pero no todos los libros se conseguían, algunos tocaba pedírselos prestados a esos intelectuales del cineclub para fotocopiarlos. Cuando años después descubría por casualidad ejemplares impresos de esos libros los compraba. Y lo mismo pasaba con las películas, muchas de ellas no se conseguían, así que las copiaba. Aunque debería hablar en plural por que era una práctica generalizada por la poca disponibilidad de obras de calidad.

Muchos de esos intelectuales se convirtieron con el tiempo es muy buenos escritores y en el cineastas reconocidos. Y lo primero que hacían era entregar una copia de su película al cineclub o regalar una copia de su último libro a la biblioteca.

Y como consecuencia de todo eso comencé a escribir, principalmente cuento. Y los compañeros de colegio eran mis lectores. Los aterraba con historias de futuros apocalípticos, o los confundía con complicadas narraciones que no parecía que terminaran y que sólo con una atenta lectura podía descubrirse cual era el verdadero final. Eran poco lectores pero fieles.

Y al poco tiempo llegó Internet. Increíble, miles y miles de páginas para leer, miles y miles de películas. Era un montón de personas compartiendo. No he denegar que mis primeros meses en Internet fueron leyendo cosas banales y viendo cosas que eran basura. Pero con el tiempo, conseguí los blogs de la gente interesante. Los lectores compulsivos como yo y los cinéfilos que me recordaban mucho a esos intelectuales del cineclub.

Claro, pasó lo que debería pasar, comencé a poner mis historias en la red. Algunas en sitios donde varios escritores ponían sus historias o también en mi propio blog. En el sitio que fuere siempre encontraba ávidos lectores que dejaban comentarios. Pero lo mejor fue cuando empezaron a escribir historias derivadas de las mías. Unas buenas, otra malas, todas formaban un de ecosistema, en donde sobrevivían las buenas cuando eran copiadas y transformadas; y las malas morían en el olvido. Claro, con el tiempo muchas de las historias fueron llevadas al cine por esos intelectuales del cineclub.

Con el tiempo la fama de muchos escritores de la red llamó la atención de las editoriales tradicionales y nos comenzaron a llamar para que publicáramos con ellas. El sueño de todo nuevo escritor, publicar en físico. Pero nosotros no eramos nuevos escritores teníamos una audiencia en Internet y podíamos vivir de ello tranquilamente. Pero las viejas maneras y la codicia se apoderó de nosotros y fue el comienzo del fin.

Yo firmé un contrato en que cedía todos los derechos para la publicación mis obras.

— Es una clausula tradicional en esta industria, no se preocupe por ella, es lo de menos, estamos entre amigos, nada la va a pasar — Me decían los abogados de la editorial al preguntarles preocupadamente.

— Recuerde, estamos hablando de una edición de muchos ejemplares, nunca hemos hecho antes con otros escritores que no habían publicado.

— ¿Y mi porcentaje, por qué es tan bajo?.

— Es lo normal en ésta industria, usted es un escritor nuevo y no podemos arriesgar todo. Hemos hecho una excepción con usted por su relativo éxito en eso que llaman Internet.

Me hicieron cuentas y era un montón de dinero y aunque mis ventas en Internet eran buenas no alcanzaban las cifras que ellos me mostraban. Firmé.

Y fuimos a celebrar con otros escritores de la red con los cuales ya nos veíamos presencialmente.

— Nos vamos a forrar — dijo uno de ellos.

— Por más que nos vaya mal, vamos he recibir mucho dinero.

— No olviden que nuestros lectores en Internet serán nuestros primeros compradores — dije yo — ganancia asegurada — mientras todos sonreíamos y chocábamos las botellas.

Y si, nos forramos, comenzamos a ser de los escritores más leídos como yo había vaticinado, nuestros lectores en Internet se convirtieron en nuestros compradores en el universo de los átomos.

Y llegó una ley, una que parecía ser muy insignificante, una que regulaba la responsabilidad de los proveedores de Internet. Pero levantó mucho revuelo entre los internautas. Yo no entendía porqué, por lo que me puse a leerla. Me pareció bien, proveía un mecanismo expedito para quitar contenido que violara los derechos de autor. Muy sencillo, el proveedor de internet tenía que hacerlo o incurría en corresponsabilidad en el delito. Y todo ello sin pasar por el demorado trámite legal de un tribunal y jueces.

Yo estuve de acuerdo. Cuantas veces había visto mis cuentos publicados en Internet a nombre de otros. ¡Eso debería pararse y pararse ya! Esa ley era el instrumento para acabar con todo eso.

Estaba tan de acuerdo con la ley que hasta hablé en el Congreso a favor de ella, lo mismo que otros de mis amigos escritores. Y nuestra fama tanto en el mundo de bits, como en el de átomos era tanta que tuvo mucho peso al momento que la ley fue aprobada.

Al principio funcionó perfectamente, muchas de las páginas con publicaciones piratas de mis escritos fueron cerradas.

— ¡Qué bien que acaben con esos piratas! — decía yo cuando me entrevistaban.

Pero mis ventas en átomos no aumentaban con estas medidas, más bien, mis lectores en Internet comenzaron a bajar.

— Ya no los necesito, ya soy un autor reconocido y publicado.

Al ver que nuestras ventas no aumentaban y en cambio si las copias piratas en Internet los escritores y otros creadores culturales comenzamos a exigir y a apoyar leyes aun más duras.

Un día, uno de los escritores de Internet que habían hecho obras derivadas de las mías me escribió un correo electrónico en un tono bastante airado.

— ¿Tu, que eras uno de mis héroes, me demandas? ¿Por qué si lo único que he hecho es continuar tus historias en donde las dejaste? Expresaste que estabas contento con mis historias derivadas, ¿porqué ahora dices que no lo puedo hacer?

Aparte del tono yo estaba muy desconcertado, le respondí que yo no tenía que ver nada con esa demanda y que no se preocupara que tenía todo mi respaldo.

Al poco tiempo, él estaba en la cárcel, pagando una condena de veinte años por violación de derechos de autor. Yo no pude hacer nada. Apenas lo supe, me contacté con la editorial que al principio dijo que no había hecho nada. Después de mucho insistir y de perder la paciencia al punto de amenazarlos con abogados, recibí una carta de una firma legal especializada en derechos de autor:

Señor escritor, según el contrato que usted firmó con la editorial, cedía todos los derechos patrimoniales sobre su obra. Por ello, nosotros en representación de la editorial hemos demandado no sólo al pirata que usted menciona sino a varias personas que están violando los derechos de nuestros representados.

Básicamente me dijeron que yo había perdido todo control de mi obra y que por más que autorizara a otros a hacer derivados de mis obras esos derechos no eran mios sino de la editorial. Que cesara de hacer eso o sería demandado a mi vez.

Uno tras otro de mis autores derivados fueron llevados a juicio y condenados por ser admiradores míos. Después fueron por los que tenían copias digitales de mis obras en sus discos duros, multados y en algunos casos encarcelados.

— Pero si son admiradores, lectores — decía yo públicamente muy preocupado por la situación — todos los escritores hemos copiado a alguien para aprender a escribir.

Mis lectores en Internet se fueron a cero y comencé ser considerado un paria en la red. Me tocó salirme de las listas, foros y chats comunitarios a los que pertenecía por que eran múltiples los agravios en mi contra.

Comencé acciones legales contra las editoriales para poder recuperar el control sobre mi obra. Lógicamente perdí, tenían la ley y a los mejores abogados de sus parte.

Mis ventas en físico comenzaron a subir por mi fama ante los tribunales, pero todas las regalías paraban en las arcas de la editoriales para compensar los gastos en los juicios que perdí. Entré en bancarrota. Me quitaron mi apartamento, mi auto y al gato.

En ese punto, en el que yo no creía que no podía caer más bajo, me demandaron por plagiar contenido. Todas mis obras fueron bloqueadas por los proveedores de Internet. Al final resultó que era un competidor que por envidia lo había hecho. Aunque le obligaron a pagar daños y prejuicios, el daño ya estaba hecho, ya no existía en Internet como autor, sólo como una de esas personas que había apoyado las leyes que estaban acabando con todo.

Y digo con todo, por que esta situación no sólo me pasaba a mí, muchos escritores, cineastas, creadores culturales fueron demandados, encarcelados o llevados a la bancarrota. Pero no paró ahí, estos adalides de la cultura se dieron cuenta que las bibliotecas de las universidades privadas no tenían piso legal para hacer préstamos públicos. Las obligaron a cerrar. Después fueron por los video-clubes de las universidades privadas.

Pare evitar problemas, el ministerio de educación hizo otro tanto, cerró por decreto, las bibliotecas y video-clubes de las universidades públicas.

Y después fueron por las bibliotecas y los vídeo-clubes independientes.

Y siguieron con todas las manifestaciones culturales. Una vez encarcelaron a un papá que se había disfrazado de el dinosaurio de moda. En televisión mostraban al pequeño hijo del «pirata» hecho un mar de lágrimas. Después demandaron al noticiero por emitir imágenes de un menor. Y no fueron los padres del menor los de la demanda, ¿cómo, si el padre estaba en la cárcel? y la mamá intentando pagar todas la deudas que le dejó el proceso y viendo como darle de comer al pequeño niño.

— Es mi culpa que se llevaran a mi papá si lo único que eso fue disfrazarse — decía llorando.

Después, crearon la Policía Cultural, que velaba por que no se violaran los derechos de autor. Era un cuerpo especializado que sabía de obras culturales. A la Policía Cultural se la dotó de unos uniformes oscuros casi negros. Se les llamó los Camisas Negras, o el brazo oscuro de la Industrial distribución de contenidos, en más de un sentido.

Y como habíamos puesto el precedente al aprobar una ley que no necesitaba jueces, la policía cultural fue autorizada para entrar en casa de los sospechosos sin ninguna orden judicial. Utilizaban unos arietes negros con los que rompían las puertas. Después, en una operación de precisión militar, le era incautado todo al sospechoso. Y claro, se lo llevaban.

Cuanto éste podía probar su inocencia había pasado tanto tiempo que todos sus bienes habían sido rematados. Claro, el estado lo indemnizaba, pero ¿como poner precio a años de trabajo creativo?, sólo le pagaban el precio de los materiales.

La industria aprovechaba todos estos remates para adquirir barato obras. Corren rumores de que esas industrias denunciaban a prometedores talentos para hacerse con sus obras. Se convirtió en una auténtica cacería de brujas.

Al poco rato se empezaron a subir al transporte público y arrestaban estudiantes que preparándose para un examen leían fotocopias. Con el tiempo las fotocopiadoras cerraron. Si uno cargaba un libro tenía que llevar la factura de compra con su nombre, por que prohibieron los préstamos de libros.

Ya nadie podía hacer lecturas en público de alguna obra por que violaba derechos de autor, los clubes de lectura se acabaron.

En clases se volvió al método medieval de copiar en cuadernos lo que el profesor dictaba. No se podía utilizar portátiles para tomar apuntes ya que por ley se bloquearon todos los programas con los que se podía producir cultura.

Todos el mundo en Internet comenzó a demandarse unos a otros. Página tras página fue cerrada sin juicio previo. Fue tan grande el problema de las demandas y contra-demandas que sólo quedó un camino: A Internet le fue puesta una muralla digital. Y sólo se podía acceder a las páginas que se pagaban, que al final no pasaban de diez, por que eran muy caras, y lo peor, de muy mala calidad.

Intenté publicar en aquella época pero las editoriales no me querían por todo lo que había pasado. Sólo publicaban autores que ellos consideraban que vendían y aceptaban todas sus condiciones.

Las ventas de libros bajaron, casi nadie iba al cine por los malos contenidos. Y otra vez se le echó la culpa al pirateo y se recrudecieron las medidas en contra de los piratas. Al final sólo quedó la televisión y un fantasma de lo que era Internet controlado por las grandes compañías del entretenimiento.

Después fueron por las obras científicas. Ningún científico podía publicar algo sin pagar los derechos de toda la bibliografía de su artículo. A pesar de que sus que colegas les daban permisos explícitos de ser citados, pero los derechos no eran de ellos, sino de las revistas indexadas.

La carreras que tuvieran que ver con creación cultural y ciencia como literatura, cine, fotografía e ingenierías dejaron de recibir alumnos y finalmente cerraron. Entre las pocas que sobrevivieron estaban las de abogado y productor cultural que tenían más pedido que nunca antes.

Multitud de universidades privadas quebraron y las públicas simplemente repetían las migajas que la industria les regalaba. Se volvieron otro medio para crear consumidores de entretenimiento.

Las nuevas generaciones que crecieron sin conocer lo que eran los buenos libros, sistemáticamente se negaban a leer. Pasó igual con el cine, éste se convirtió en comerciales de una hora, pues se consideró que más tiempo era imposible para la audiencia promedio. Después se redujo a cuarenta y cinco minutos. Al final el cine desapareció, nadie iba.

Estas nuevas generaciones no sabían nada de su historia y cultura. Se popularizaron en la televisión los programas de concurso, los realitis shows, las telenovelas y algo que parecía noticieros pero que era otra forma de anunciar productos. Nada nuevo dirá el lector, pero se llegó a unos extremos que nunca se imaginarían.

Uno de esos realitis shows se volvió muy famoso, en él la Policía Cultural entraba en casa de los infractores y mientras el sospechoso salía huyendo, una cámara recorría la casa mostrando todas las copias piratas. Otra cámara seguía a los policías y estos a su vez al criminal. Las persecuciones siempre terminaban con el infractor herido, atrapado y con una cara totalmente descompuesta. «La Policía Cultural tras los violadores de la cultura. Arrasando con los piratas», era el lema.

Los niños jugaban a los Camisas negras contra piratas. Ni que decir del pobre que le tocaba hacer de pirata.

Al poco rato, los padres de los niños fueron demandados por los que tenían los derechos del programa de televisión. En algunas partes se alzaron voces de protesta, pero no se oyeron porque los medios eran de la industria cultural, incluso Internet.

Me arrepentí de haber apoyado esa ley con lo que todo empezó. Me quedé sin amigos, dinero, posesiones y los peor de todo, sin lectores.

La ciudad se volvió gris, muy parecida a la que se muestra en la película Blade Runner, con esa desesperanza que se siente al leer el libro en que se basó la película, «Sueñan los androides con ovejas eléctricas» de Dick. Y no sólo a nivel físico, la desesperanza y la falta de sentido se siente en el aire.

En un momento empezaron a aparecer redes digitales libres que distribuían los contenidos que tenía la antigua Internet. La industria del entretenimiento se dio cuenta y fueron rápidamente declaradas ilegales y perseguidas como a violadores de niños.

Un amigo, de los pocos que me quedaban de la época de Internet, me conectó un enrutador inalámbrico ilegal y comencé a entrar a esas redes piratas. Volví a descubrir la alegría que había sentido en mis comienzos de escribir, ser leído y que otras personas crearan usando mi obra. Claro, todo eso era considerado ilegal. Comenzó a llamársele la cultura pirata y yo terminé declarándome pirata.

Ahora en pleno aguacero estaba yo entrando a uno de esos focos de resistencia, un sitio en un callejón olvidado en donde podemos leer y escribir, ver cine y hacerlo. Pero con miedo de ser descubiertos. Esperando como en Fahrenheit 451 que algún día todo vuelva a ser como debería ser y podamos recuperar, ante una humanidad desconocedora de su pasado, la cultura, el arte y la ciencia.

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Policias y Piratas by Luis Alejandro Bernal Romero Aztlek is licensed under a Creative Commons Attribution-ShareAlike 3.0 Unported License.

Comments
7 Responses to “Policias y Piratas”
  1. digitalfredy dice:

    Chevere el cuento, lastima que las personas en general no le votemos corriente a las lecturas, esta vida moderna nos ocupa todo el día incluso sin tenter nada que hacer.

    Esperemos que sigamos teniendo cultura y que la industria del entretenimiento se adapte al nuevo mundo en vez de destruirlo, el mundo de Internet.

  2. Excelente comentario, el problema es que la cultura la quieren volver negocio y eso nunca podrá ser, pero creo que todo lo que usted afirma puede pasar, en a la alemania prenazi tambien se empezó con leyes inocentes y casi acaban con el mundo con su cacareada solución final.

    Excelente articulo

  3. u3dd dice:

    Me imagino que estamos en el 2030 (faltó citar el año). Para completar el cuadro, en cinco años más las máquinas se apoderarán del mundo y la esperanza de los Fahrenheitianos nunca se realizará. Con los restos de los enrutadores inhalámbricos ilegales, sólo queda luchar por un nuevo orden, cuyo cuento esperamos que lo publiques pronto!.

    (No vayas a dejarnos con los crespos hechos)

    • aztlek dice:

      Un truco en la Ciencia Ficción es tratar de no mencionar el año, con eso es más probable que se cumpla y también lo hace más general. Claro no queremos que éste se cumpla.

      ¿Una continuación? Pues no se en éste momento. . Pero la licencia que tiene el relato autoriza para que cualquiera pueda hacer obras derivadas. Y es una de las cosas que me encantaría que sucediera con mis escritos. Si lo hace no olvide informarmelo para leerlo.

  4. Felipe Ortiz dice:

    Acabo de leer el cuento, no soy un experto en literatura, ni phd en letras y cultura, pero sinceramente destacable este cuento, lo compartiré con casi todas las personas que conozco

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